Corrupción: mal de muchos, consuelo de tontos

En varios países de América Latina hay expresidentes, exministros y exaltos personeros de gobierno que guardan detención o están siendo encausados judicialmente por delitos de corrupción. La mayor parte de los debates que esto genera, coincide en afirmar que el fenómeno es muy antiguo y se ha extendido tanto que resulta poco menos que imposible erradicarlo. Por esta vía se tiende a tolerar prácticas corruptas y finalmente a convivir con ellas, tal si fueran un mal incurable.

Por lo dicho, suena muy bien la frase: “cero tolerancia a la corrupción”, esgrimida en las campañas electorales. El problema es que, por agotamiento, por contaminación, por ausencia de principios éticos, o por lo que sea, estas palabras no se aplican, se quedan en el aire, como nada más que una bonita frase.

Es cierto que el tema viene de muy lejos, no es nada nuevo. Y lo mismo si advertimos su intensa propagación en determinados momentos.

Pero se equivocaron quienes suponían que la corrupción a lo grande era exclusiva del modelo neoliberal, ejecutada por funcionarios de cuello blanco. A la vuelta de muy poco tiempo de instaurado el gobierno de Evo Morales se produjo el escandaloso caso de Santos Ramírez, que motivó no solo su destitución, sino su encarcelamiento por 10 años. No ocurrió lo mismo, bajo el mismo régimen, en el caso del Fondo Indígena; solo detenciones preventivas esporádicas, investigaciones de nunca acabar y contraacusaciones que convirtieron en víctima al principal denunciante, Marco Antonio Aramayo. Estos dos casos resultan emblemáticos para ilustrar ambas posiciones. Intolerante con la corrupción el primero y tolerante y laxo, el segundo.

Una enérgica labor de fiscalización de parte de los órganos públicos, ensamblada con un eficiente control social, hubiera permitido afianzar la tendencia de rechazo radical a la corrupción y hubiera achicado la posibilidad de que la Justicia haga sus acostumbradas trapacerías para salvar a los corruptos.

A partir de la Constitución Política del Estado existe un abultado armazón legal para la lucha anticorrupción, entre otras leyes, la 004 “Marcelo Quiroga Santa Cruz” y el Código Penal vigente. Que esta legislación puede ser mejorada y complementada (tarea que la oposición se empeña en sabotear) es un asunto, pero que nadie diga que faltan mecanismos legales para perseguir y sancionar a los que incurren en corrupción, en verdad lo que falta es voluntad política para hacerlo. Con un enfoque integral proponemos examinar estos aspectos:

— Comete delito quien recibe coimas, pero también quien las otorga.

— No basta con decomisar artículos y objetos de contrabando, el o la contrabandista debe ir a la cárcel y los bienes incautados ser sometidos a estricto control, al igual que los vehículos denunciados por robo.

— Los altos funcionarios públicos, desde el Presidente para abajo, deben abstenerse de colocar a sus parientes en la administración pública.

— Todas las instancias del Estado deben proporcionar información actualizada y facilitar el acceso a ella de parte de la ciudadanía en general. Asimismo, responder de forma oportuna y completa a las preguntas que les sean formuladas.

— Hace falta reformular y reglamentar la labor de las Unidades de Transparencia, incluyendo sanciones drásticas para quienes no cumplan sus responsabilidades.

— Las organizaciones sociales, fundamento del proceso actual, deben renunciar a prácticas prebendales y lo propio las instancias de gobierno que las fomentan. Incurrir en ellas no solo revela falta de respeto mutuo, sino que también siembra las semillas de la corrupción y debilita la participación en el control social.

— El rol fiscalizador de la Asamblea Legislativa, inevitablemente revestido de confrontación política, necesita urgentes ajustes que lo hagan efectivo.

Si lo ocurrido en el Ministerio de Medio Ambiente y Agua no provoca un viraje hacia la cero tolerancia a la corrupción, nos esperan días amargos y borrascosos.

Carlos Soria Galvarro es periodista.