Conflicto minero

Este sector ha de-sarrollado intereses corporativos exclusivistas que defiende a capa y espada

La Razón (Edición Impresa) // 14 de agosto de 2016

Independientemente de cuál sea el desenlace final del actual conflicto provocado por los cooperativistas mineros, hay suficientes elementos ineludibles para el análisis. Los cooperativistas mineros —“empresarios informales” como alguien los ha llamado— fueron en sus inicios una pesada herencia de las políticas neoliberales que se empeñaron en arrinconar y destruir el sector estatal de la minería, entregando la explotación de yacimientos mineralizados a grupos organizados de trabajadores, como una forma de soslayar responsabilidades, tanto en el orden social como en las inversiones y en las tareas de prospección y exploración.

En la mayoría de los casos, las cooperativas mineras empezaron a trabajar con métodos rudimentarios, configurando en muchos casos un retroceso tecnológico de siglos. Solo para poner algunos ejemplos: de las perforadoras de aire comprimido se pasó al combo y al barreno manual; de las lámparas eléctricas, a las de carburo; de los carros sobre rieles movidos con energía eléctrica, a los sacos metaleros cargados al hombro; de las plantas concentradoras, a los quimbaletes manuales para moler el mineral. Estos cambios significaron también, hay que recalcarlo, un drástico aumento de la inseguridad laboral, con su secuela de accidentes mortales y el incremento de las enfermedades profesionales.

En los últimos tiempos el sector cooperativo minero creció en proporciones gigantescas y contribuye a las exportaciones mineras con el 30% (el sector estatal lo hace apenas con el 8%, en tanto que el sector privado y transnacional aporta el 62% restante). Si bien ha recibido un fuerte apoyo del Gobierno actual, no ha logrado superar las formas semiartesanales de trabajo, tiene los índices más bajos de productividad de la minería. Pero, por eso mismo, absorbe una inmensa cantidad de mano de obra y se ha convertido en una fuerza social y política de un peso considerable (serían 150.000 los cooperativistas, según los dirigentes, no está claro el volumen ni las características de la mano de obra asalariada que emplean, a la que niegan su derecho a sindicalizarse).

El hecho es que este sector ha desarrollado intereses corporativos exclusivistas y tiene una dirigencia capaz de vender su alma al diablo para imponerlos. Durante el auge de los precios altos obtuvo suculentos beneficios, ahora que los tiempos son otros no quiere perderlos. Asimismo, hay posiciones de poder en el aparato estatal que las cree inamovibles.

Pretextando un cambio, al parecer no claramente consensuado en la Ley de Cooperativas, tales dirigentes han desencadenado una movilización con demandas exorbitantes no solo para mantener y ampliar sus privilegios, sino totalmente contrapuestas a la Constitución, a la Ley Minera y a los principios cooperativistas contrarios a las finalidades de lucro. Quieren nuevas concesiones mineralizadas, permiso para asociarse con empresas transnacionales, fondos crediticios sin control alguno, supresión de controles ambientales, y cosas por el estilo. Y lo peor, practicando formas criminales de bloqueo, toma de rehenes, agresión y violencia a las fuerzas del orden, a viajeros, transportistas y a poblaciones locales. Desde donde se mire el asunto, los daños son inconmensurables y el país en su conjunto tendrá que pagarlos. Es duro decirlo, pero si a esos dirigentes no se les obliga a asumir mínimamente sus responsabilidades, seguirá cumpliéndose el viejo adagio de que quien cría cuervos, se expone a que le arranquen los ojos.