Actualizar la Ley de Imprenta: sí, pero no

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Iván Canelas, actual Gobernador de Cochabamba (segundo de la derecha en la foto), acaudilló la lucha contra la «ley mordaza» banzerista.

La Razón (Edición Impresa) / Carlos Soria Galvarro

/05 de junio de 2016/

Por enésima vez han surgido en las últimas semanas algunas voces que plantean modificar la casi centenaria  Ley de Imprenta. Salta a la vista que este instrumento legal tiene aspectos que han quedado obsoletos o simplemente no abarcan las nuevas realidades de la comunicación. Al momento de su promulgación, en 1925, el medio impreso (las imprentas) era el único que existía, no habían nacido todavía la radio, la televisión y mucho menos las nuevas tecnologías de información y comunicación, que están revolucionando el mundo de las comunicaciones (satélites, computadoras, internet, celulares, redes sociales, fibra óptica, etc.).

Entonces, parece una cuestión de simple sentido común que la Ley de Imprenta sea modificada para actualizarse, pero manteniendo y reforzando algunos de sus principios fundamentales. Así lo han comprendido muchos estudiosos del tema, que además han ido lanzando propuestas en ese sentido. Por ejemplo, el conocido periodista y exdirector de Erbol Andrés Gómez Vela, en su libro Los periodistas y su ley: argumentos para defender y actualizar la Ley de Imprenta (2012), sostiene: “La Ley de Imprenta contempla importantes principios que valen la pena ser conservados, reforzados y complementados con otros, pero a la vez se constata que requiere una actualización para garantizar una equilibrada relación jurídico-administrativa y jurídico-comunicativa entre medios, Estado y sociedad.”

Es más, propone algunos puntos que debieran ser tomados en cuenta para esa actualización: el derecho a la información, el sujeto titular de ese derecho, el derecho a la comunicación y el vasto campo de las nuevas tecnologías.

Podría decirse, de modo razonable, que nadie está en contra de modificar y actualizar la Ley de Imprenta. El tema de fondo es que esto es imposible de realizar sin contar con el concurso de periodistas y de quienes operan los medios. Y es doblemente imposible hacerlo contra ellos y ellas. Peor aún, es triplemente imposible intentar siquiera hacer esos cambios en medio del enrarecido y emponzoñado clima reinante en la relación entre el periodismo y el Gobierno.

Críticas estridentes, torpes amenazas, manejo extorsivo de la publicidad estatal, acusaciones infundadas, rabietas desenfrenadas, tratamiento escandaloso y sensacionalista de algunos temas espinosos, en fin, el desencuentro es la nota dominante en los actuales momentos.  Por tanto, de muy lejos no existen ahora las más mínimas condiciones para entrar a debatir modificaciones a la Ley de Imprenta.

Si algunos políticos oficialistas desubicados pretenden a toda costa poner en agenda el tema, lo único que conseguirán es que todo el gremio: periodistas, trabajadores de los medios en general, el sector académico y hasta los propietarios de medios, cerrará filas en defensa de ese instrumento legal y, de seguro, recibirá la solidaridad de amplios y diversos sectores sociales. El Gobierno se abrirá un nuevo frente donde lleva todas las de perder. Un senador banzerista hizo aprobar en 1988 la anulación de la Ley de Imprenta de un solo plumazo; al final le salió el tiro por la culata: en vez de ser abrogada fue ratificada y declarada vigente por el Parlamento.

Lo sensato es restablecer un ambiente de diálogo. Para eso, unos y otros lo único que tienen que hacer es respetar y poner en práctica la Constitución Política del Estado. Dos artículos específicos, el 106 y el 107, además de varios incisos de otros cuatro artículos (21, 24, 30 y 75) garantizan a libertad de expresión y establecen un marco de autorregulación para el trabajo periodístico. Ni más ni menos.

Es periodista.